Si alguna vez pensaste que los vikingos eran tipos rudos sin tiempo para la literatura, prepárate: Snorri Sturluson es el vikingo con toga, pluma… y más giros de guion que una serie de HBO. Político, poeta, jurista, espía a tiempo parcial y, según algunos mal informados, monje (ja-ja-ja… no). Snorri fue una especie de Maquiavelo islandés, solo que con aguas termales privadas.
Infancia: Juego de Tronos versión Islandia
Nació en 1179 en Hvammr í Dölum, en el seno de la familia Sturlungar, cuyo árbol genealógico era más complicado que entender las reglas del UNO. Su padre, Sturla el Viejo, era jefe local y también escritor. Su madre, Guðný, venía de otro linaje con pedigrí. Vamos, que Snorri salió de la mezcla entre un historiador y una telenovela.
Con tres años lo mandaron a vivir con Jón Loftsson, un capo de Oddi que descendía de reyes noruegos y educaba niños como quien colecciona sellos. Era un intercambio tipo Erasmus medieval, pero con más política y menos cerveza. Allí aprendió leyes, poesía escáldica… y cómo manipular a la peña sin pestañear.
Fuente: Sturlunga saga; Faulkes, “Snorri Sturluson and the Edda”
Amores, hijos… y una capacidad reproductiva nivel conejo
Snorri se casó con Herdís Bersidóttir en 1199, lo cual le dio tierras, estatus y dos hijos. Pero él no era de los que se conforman con la familia nuclear. Tuvo al menos cinco hijos más con otras mujeres, uno de los cuales, Órækja, acabaría intentando arruinarle la vida. O sea, como un hijo estándar en drama medieval.
Entre matrimonios, amantes y alianzas, Snorri fue el Tinder de la nobleza islandesa. No buscaba el amor, buscaba hectáreas. “¿Me amas?”, “No, pero tu granja me parece sexy”.
Jurista, político… y más resbaladizo que una anguila en mantequilla
En 1215 fue elegido lagman del Alþingi. En castellano: juez supremo, abogado jefe y político estrella, todo en uno. Snorri era el tipo que si hablaba, todos escuchaban. No por respeto, sino porque si lo interrumpías igual acababas sin granja. Vivía en Reykholt como un señor feudal con su propio spa: la Snorralaug, una piscina geotérmica donde seguramente escribía insultos legales en verso mientras se remojaba.
En 1218 se fue a Noruega, donde el joven rey Haakon IV (un niño-rey con marionetero incluido: Skúli Jarl) lo recibió como a una estrella pop. Snorri juró lealtad, prometió entregar Islandia al trono, y como gesto de buena fe dejó a su hijo como rehén. En la Edad Media eso era equivalente a un apretón de manos… pero con trauma infantil.
Fuente: Heimskringla; L. M. Larson, “Kings’ Sagas”
Aliado hoy, traidor mañana
Snorri volvió a Islandia y, en vez de cumplir su juramento, se dedicó a jugar al Risk con clanes islandeses. Se alineó con unos, traicionó a otros, escribió un poema entre batalla y batalla, y siempre salía más rico que antes. Durante la Sturlungaöld (la Guerra Civil Islandesa), cambió de bando más veces que un tertuliano de tertulia.
Su propio hijo se le rebeló, su cuñado Gissur Þorvaldsson lo quería muerto, y el rey Haakon empezó a sospechar que ese tal Snorri no era de fiar. ¿El resumen? Islandia en llamas y Snorri escribiendo sagas como si no fuera con él.
¿Monje? ¡Por Odín, no!
¿Monje? ¿Snorri? ¿El mismo que tuvo hijos como si fueran ediciones especiales de la Edda? Ni en broma. Era cristiano, claro, porque Islandia lo era desde el año 1000 (gracias al sabio pagano Þorgeir que decidió: “vale, todos cristianos, pero podéis seguir adorando a Thor en secreto”). Pero de hábitos monásticos, nada. Ni votos, ni sotana, ni celibato. Snorri era más de toga, juicios y baños calientes.
Ver: Faulkes, “Edda”; Margaret Clunies Ross, “A History of Old Norse Poetry and Poetics”
Su legado: dioses, vikingos y épica a cucharadas
Snorri escribió la Edda prosaica, una especie de manual de instrucciones para entender la mitología nórdica. Sin él, Thor sería solo un nombre de perro musculoso. También la Heimskringla, un compendio de reyes noruegos que mezcla historia, rumor y leyenda con estilo épico. Y posiblemente la Saga de Egil, que es básicamente la biografía de un vikingo alcohólico con alma de poeta y tolerancia cero.
Snorri no condenó los mitos paganos, los archivó como si fueran documentos confidenciales. Un islandés de los buenos: cristiano de boquilla, pero con el alma todavía en el Valhalla.
Heimskringla (Hollander); Edda (Faulkes); The Sagas of Icelanders (Penguin)
Muerte digna de saga… o de episodio final de «Snorri: El Musical»
En 1241, su cuñado Gissur decidió que ya estaba bien de poesía y política. Fue a Reykholt con una tropa, entró en casa de Snorri y lo acuchilló. Según la leyenda, las últimas palabras del poeta fueron: “Eigi skal höggva!” (“¡No se debe golpear!”). Al parecer, no le hicieron caso.
Murió como vivió: rodeado de política, enemistades familiares y una frase que merecía camiseta.
¿Genio, traidor, o simplemente islandés?
Snorri fue todo eso. Un genio brillante que preservó una mitología entera. Un manipulador político que traicionaba más que una cabra hambrienta en un jardín ajeno. Un tipo culto, ambicioso y contradictorio. Y sobre todo: muy, muy humano.
¿Fue un monje? No. ¿Fue un héroe? Quizá. ¿Fue un escritor con spa y enemigos hasta en la sopa? Sin duda.
